La explotación ha sido la continuidad de las viejas matanzas en nombre de la civilización y en contra de la supuesta barbarie. En estas tierras y en la colonizadora del norte, cuando asesinó a los mártires de Chicago. Hoy esa realidad se profundiza en tiempos de Trump y Milei.
Por Carlos del Frade
(APe).– A fines del siglo diecinueve la Argentina ya había sido el territorio de décadas de guerra por la independencia y muchas más décadas de masacres contra los pueblos originarios, la negritud y el primer movimiento político contrario al puerto de Buenos Aires, el partido federal.
Julio Argentino Roca, antes de ser dos veces presidente de estos saqueados arrabales del mundo, anunciaba la modernidad después de los genocidios y la inserción al planeta gobernado por las reglas de juego impuestas por Gran Bretaña.
El país dependiente iniciaba la construcción del mercado laboral de acuerdo a esos intereses ajenos a la realidad de sus grandes mayorías.
La explotación era la continuidad de las viejas matanzas en nombre de la civilización y en contra de la supuesta barbarie.
La inmigración generó el surgimiento de barrios humildes sin servicios públicos básicos y la cuestión del trabajo fue una forma de transferencia de riquezas desde los sectores populares a las nacientes minorías que concentraban tierras y otras riquezas mientras se ofrecían al extranjero.
Las últimas montoneras de Chacho Peñaloza, Felipe Varela y López Jordán fueron ametralladas y comenzaba la explotación irracional de la naturaleza como sucedió con el bosque de quebracho colorado en el norte santafesino. En aquellos días de la generación del 80, empezaba a moldearse el código genético de la clase trabajadora argentina, la fenomenal digestión social que se tragó millones de vidas inmoladas en el altar del dios dinero.
Hoy, a fines de 2025, la anunciada reforma laboral con la excusa de la modernización, quiere borrar definitivamente aquella crónica social.

Hacia 1886, en Estados Unidos, “un millón setecientos mil niños de diez a quince años soportan jornadas de catorce a dieciséis horas en las nacientes industrias, en los socavones de las minas de carbón, en las ensordecedoras tejedurías norteamericanas. Veintiuno de cada cien operarios son mujeres”. En Chicago, la segunda ciudad del país por su población e importancia económica, la crónica hace constar que los trabajadores “parten a las cuatro de la mañana y regresan a las siete u ocho de la noche e incluso más tarde. Jamás ven a sus esposas e hijos a la luz del día. Unos se acuestan en corredores y altillos, otros en barracas donde se hacinan tres y cuatro familias.
“Muchos no tienen alojamiento, se los ve juntar restos de legumbres en los recipientes de desperdicios, como los perros o comprar al carnicero sólo algunos centavos de recortes”, sostiene la excelente crónica “El siglo de las luchas”, escrita por Oscar González y Daniel Vila, en la mítica y ya desaparecida publicación “El Periodista de Buenos Aires”, cuando se cumplieron cien años de aquella primera gran huelga de la que surgirán los mártires de Chicago.
El objetivo era “el derrocamiento de la dominación burguesa y la conquista del poder político por el proletariado”. A partir del primero de mayo de 1886, los organizadores de la huelga establecían “la duración legal de la jornada laboral de ocho horas” y recomendaban a las organizaciones adheridas “que traten de hacer promulgar las leyes locales de acuerdo con la resolución”, decían los escritos de la Federación Americana del Trabajo. Aquellas voces hablan sobre estos presentes en estas geografías…
Los diarios del sistema serán críticos del paro del primero de mayo de 1886, el New York Times publicó: “Las huelgas por obligar el cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para detener la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país pero no podrán lograr su objetivo”. Por su parte, el Indianapolis Journal sostuvo que “los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los ahorros de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia…”.
Sin embargo, aquel primero de mayo de 1886 transita en paz. La represión será el 3 de mayo cuando la patronal de la fábrica Mc Cormick Harvester despidió a 1.400 trabajadores. Más de seis mil obreros se juntan a las puertas de la empresa reclamando por la reincorporación de los mismos. En ese momento estalla el fusilamiento de parte de la policía.
El 4 de mayo, en el Haymarket Square, Albert Parsons reclama las tres ocho: ocho horas de trabajo, ocho horas de esparcimiento, ocho horas de descanso. Hasta que el inspector de policía John Bonfield desata la represión. Se declara el estado de sitio y se implanta el toque de queda en Chicago. Hay imprentas allanadas, detenciones y palizas indiscriminadas. Se ordenan las capturas del inglés Samuel Fielden, los alemanes Aguste Spies, Michel Schwab, George Engel, Adolph Fisher y Louis Lingg y los norteamericanos Oscar Neebe y Albert Parsons. Serán los mártires de Chicago.

Hubo un solo policía muerto, Mathias Degan. Las detenciones obreras suman más de mil. El juicio se inició el 21 de junio y el 28 de agosto se dicta la condena: Spies, Parsons, Engel, Fielden, Schwab, Fisher y Lingg serán ahorcados. Neebe irá a prisión por quince años. Más tarde el cuerpo de Lingg aparece destrozado en su celda. Fielden y Schwab logran la prisión perpetua. El 11 de noviembre de 1887 Spies, Engel, Parsons y Fischer son ahorcados.
Louis Lingg tenía solamente veintitrés años. Cuando le tocó hablar ante la Corte, sostuvo: “Repito que soy enemigo del orden vigente y con todas mis fuerzas, repito que mientras aliente un soplo de vida lo combatiré. Declaro otra vez, franca y abiertamente, que soy partidario de los métodos de fuerza. He dicho y lo sostengo que si vosotros empleáis contra nosotros fusiles y cañones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente porque estáis pensando ya no arrojarás más bombas. Pues permitidme que os asegure que muero feliz porque estoy seguro de que los centenares de obreros ante quienes he hablado recordarán mi palabra y, cuando hayamos sido ahorcados, ellos harán estallar la bomba. ¡Os desprecio!. ¡Desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra autoridad sostenida por la fuerza!. Ahorcadme por esto”.
-Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo abominar de ellas, ni tampoco lo haría aunque pudiese. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas que día a día ganan más y más terreno, enviadnos a la horca. ¡Si una vez más aplicáis la pena de muerte por el delito de atreverse a decir la verdad –y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez- yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan alto precio, orgullosa y bravamente!. ¡Llamad a nuestro verdugo, ahorcadnos, la verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Galileo, vive aún. Estos y muchos otros nos han precedido en el pasado. Estamos presto a seguirlos – dijo Auguste Spies, ante el tribunal, en noviembre de 1887.
George Engel, en su alegato ante la Corte, dijo el 11 de noviembre de 1887, “¿En qué consiste mi crimen?. En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones, otros caigan en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad, y al bienestar…desprecio el poder de un gobierno inicuo, desprecio a sus policías y a sus espías. En cuanto a mi condena, que fue alentada y decidida por la influencia capitalista, nada más tengo que decir”.
Muchas décadas después, en la Argentina de Milei, en la semicolonia de la estrella no reconocida en la bandera de los Estados Unidos, esas voces, esas realidades, habitan en las urgencias de las mayorías, de los trabajadores, de los que le dan cuerda todos los días al motor íntimo de la historia argentina aunque ya nadie hable de ellas.
Fuente: “Historia política de la esperanza”, de Carlos del Frade.