Salgari, el primer eternauta

Los años 60 y 70 a través de personajes como Sandokan, Roland el Corsario o Juan Salvo. Oesterheld  y Salgari en el contexto de sus tiempos. En este presente en el que el Eternauta volvió con su mensaje potente, Carlos del Frade pone la mirada en quienes fueron constitutivos en su propia construcción ideológica.

Por Carlos del Frade

(APe).- Sandokán en el Paraná. “…¿de quién es la culpa?. ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo?…¿Es que no han asesinado a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas con el objeto de destruir mi descendencia?. ¿Qué daños les había causado yo?. ¡La raza blanca no tenía por qué quejarse de mí, y sin embargo, quiere hacerme desaparecer!”, le pregunta Sandokán a sus amigo Yáñez, el navegante portugués.

La escena es en Mompracem.

Los Tigres resisten, se hacen clandestinos y sueñan con un futuro mejor.

El otro lugar, a casi cien años de distancia, es Rosario, otrora ciudad industrial y pleno empleo.

Se va la infancia.

Corren los años de la segunda parte de la década del setenta.

Dos revistas infantiles compiten por el mercado: “Billiken” y “Anteojito”. En la segunda, en colores planos, sin mayores esfuerzos estéticos, aparece, en capítulos, a doble página, la historia de Sandokán.

Por semanas, en la encuesta que hacen las maestras en un barrio rosarino, “Anteojito” parece ganar la pulseada entre los gustos.

Emilio Salgari es el nombre del autor. No reparamos demasiado en eso de “adaptación de” otra persona.

Otros lo conocieron antes, dice, recuerdo, la señorita.

Piratas que pelean contra un imperio.

Barcos que andan por ríos parecidos al Paraná y por un mar plagado de tiburones.

Hasta que Sandokán, Salgari y las luchas contra los imperios desaparecen.

Inicio de la secundaria, Rosario, Argentina, 1976.

El regreso del Tigre: Roland, el corsario

En abril de 1976 ya no se dictaba más Educación de la Realidad Social Argentina –ERSA–, ahora se llamaba Instrucción Cívica.

“Anteojito” había quedado atrás.

Descubrimos las revistas de historietas de la editorial Columba. En una de ellas, “Fantasía”, otro pirata melancólico, resistencialista, enemigo de prepotentes y traidores, Roland, el corsario. Su autor tiene un apellido difícil, Héctor Oesterheld.

El relator es su primo, Gaspar, un muchacho robusto, de cabellos de oro, quien va presentando a cada uno de los principales tripulantes del “Caimán Negro”, el bergantín que atraviesa el Caribe, peleando contra los sicarios del almirante Kelly, un protegido de Gran Bretaña.

Aparece el Gambado, hombre de las pampas argentinas, de melancólica mirada, siempre atento para describir animales y plantas; el excéntrico piloto, Garrote, de voz de trueno y apasionado por el licor, los abordajes y las aventuras; Bandurria, conocedor del cielo y sus mensajes cifrados, detallista de cada rincón de la nave; Olaf, el artillero que se las ingeniaba para diseñar una estructura militar desde la nada o lo escaso y, por supuesto, el capitán, el francés de amplia sonrisa y generosa actitud frente a la vida, Roland.

Eran historias en varios capítulos.

Había que recorrer los kioscos del barrio pare ir formando la trama.

Roland era la continuidad del viejo Sandokán. El tal Oesterheld revivía a Salgari.

Los diarios y la televisión estaban llenos de militares y vacíos de piratas rebeldes, de resistencialistas capaces de jugarse por sueños y afectos.

Sandokán y Roland desaparecidos.

El 26 de mayo de 1977 apareció el último capítulo de Roland, el corsario. En realidad, no sabíamos que era el final. Teníamos catorce años y a fuerza de repetirlo aprendimos a pronunciar el nombre del autor.

“La princesa de Suvar” se llamó el episodio.

Era un homenaje a Salgari y Sandokán.

La tripulación del “Caimán” está enamorada de una princesa malaya, Samrah, a quien le han robado su reino. Cada uno de los protagonistas quiere ganar méritos ante la princesa en el exilio.

Cuenta Oesterheld que “en Santiago de Cuba Samrah compró libros sobre el arte de administrar, gruesos tomos con las leyes de Indias, hasta una historia y una geografía de los pueblos hindúes. Cómo será de hermosa Samrah que a Roland, al “Moro” y a mí (es siempre Gaspar el relator) nos da también por estudiar”.

Bordean Africa y deciden cazar leones. “El Gambado nos enseña. Los gauchos de la pampa se protegen el brazo izquierdo enrollándose el poncho, con la derecha empuñan el facón, tan largo como un sable de abordaje. No lo pensamos más”, pero la líder desterrada les reprocha la cacería.

Fragatas y bergantines le salen al cruce. Quieren evitar que la mujer símbolo de su pueblo llegue a su tierra. Los dibujos muestran el momento de la batalla y la agilidad del “Caimán” para, como siempre, volver a escapar.

Llegan a Suvar. Gaspar se enamora de Sibharta, una combatiente guerrillera de la reina prófuga.

Salgari y Sandokán están en estos cuadritos que mezclan la historia argentina con los piratas. “Ruge el tigre en la espesura. Por el gran río bajan tristes formas alargadas, son los muertos que sus deudos abandonan a la corriente sagrada para que los lleve al Nirvana. Pero yo sólo miro a Sibharta, la tigresa de los praos”.

Otra vez la guerra despareja. Una fragata, la “Himalaya”, contra el bergantín. El coraje como única respuesta, como continuidad de un proyecto diferente al dominante. Hay una traición, Sibharta forma parte de la conjura pero salva a Gaspar. Dice Oesterheld, “a la vez traidora y amante. Ahora un cuerpo más entre los tantos que el río se lleva hasta el Nirvana”. Llegan a la tierra huérfana de su conductora.

“Llora de felicidad Samrah, pero para nosotros es la hora melancólica de la despedida…el remoto Caribe nos está llamando con fuerza irresistible”.

La imagen final encuentra a Roland mirando hacia un costado y Gaspar, más atrás, tomado de una cuerda, pensando en cada una de las mujeres de la historia. Dice el último relato que “cuando las aguas ocres del Ganges dan paso a los verdes y azules del mar son tantos los recuerdos que quedan atrás…Creemos que quedaron atrás para siempre… y sin embargo…”, surgen los dos nombres, Samrah en la cabeza de Roland, Sibharta en la de Gaspar.

Quince días después, “Fantasía” ofeció a sus lectores un nuevo capítulo de Roland, el corsario, pero desde la pluma de Carlos Ruiz y los dibujos de Andrada.

Dos prisioneros en la torre del castillo del conde de Arganza, el “sueco” Finn Dos Cuchillos, “esclavo prófugo, un poco vagabundo, un poco de todo” y Pierrot, “saltimbanqui en una tropa de gitanos, pero sus artes mágicas se extendían hasta los bolsillos ajenos”.

El guardiacárcel les anuncia la pronta llegada de otro rehén. “Tuvieron escorbuto a bordo, parece…o fiebre. Los encontraron al garete, sin fuerzas”, describe.

Un cuadro en rojo, dos soldados en actitud de golpear y un prisionero ensombrecido, arrastrándose, pero todavía con ganas de insultar. Es Roland. Pero ya no es el mismo.

Se gana la admiración de sus compañeros de celda. Lo llevan a la sala de torturas. Hierros calientes se muestran al lector, el potro esperando para descoyunturarlo. No se lo ve en el momento de recibir los tormentos. El foco se detiene en la fuga de Pierrot y el Sueco. Se disfrazan de mujer y soldado. Llegan hasta la mazmorra y para salir con vida necesitan de rehén al conde. “Pierrot y yo te cuidaremos”, le dicen a un exhausto Roland que antes había dicho que “tengo que hacer algo. Tengo que huir. No puedo dejar que mis compañeros se pudran en Panamá”. Delira el francés. Surgen los rostros del Gambado, Garrote y Gaspar.

La imagen final es optimista.

Los tres sobre la chalupa y sonriendo al futuro.

“Así, de esa manera, entró Roland en nuestras vidas. Nada imaginamos en ese momento la tormenta de gloria y sangre en la cual navegaríamos, bajo el trueno de mil cañones y el restallar de todas las banderas del mundo, y sin embargo, en el momento en que nuestros remos golpearon el agua, la grandiosa aventura había comenzado”.

Pero la promesa se perdió.

Ni los nuevos personajes ni las nuevas historias alcanzaron a disimular el cambio de guionista.

Roland ya no era el mismo.

Busqué en decenas de puestos de venta de revistas usadas el capítulo que, supuestamente, describía la captura del “Caimán Negro”. Nunca lo encontré.

Tampoco pude saber algo de Héctor Oesterheld.

Tenía catorce años y me volvía a quedar sin piratas nobles, sin Sandokán, sin Roland.

Un año después de la guerra de Malvinas, empecé a leer otras revistas y allí me enteré: Héctor Germán Oesterheld había sido secuestrado en mayo de 1977 por un grupo de tareas.

Los mitos de Salgari, los mitos argentinos

Más de cien novelas hicieron de Salgari un ciudadano universal.

Un habitante que reaparecía en el horizonte de las generaciones jóvenes, especialmente del tercer mundo.

La vida del veronés recorre medio siglo de transformaciones profundas en la Argentina.

Desde la década del sesenta del siglo XIX a los tiempos del centenario de la revolución de mayo. Son los años de la digestión social, como diría el sociólogo Jorge Rivera. Del surgimiento de los grandes diarios, la inmigración, la guerra contra el Paraguay, la crisis de la Baring Brothers, el avasallamiento de las culturas indias (eufemísticamente denominada conquista del desierto), la granja exportadora dependiente de Gran Bretaña, las últimas montoneras, la generación del ’80, los alambrados, los remington y las primeras huelgas.

Días donde se forja el imaginario de un país, siempre de acuerdo a los proyectos de la clase dominante.

Prólogo del primer gobierno democrático.

Las memorias de Salgari le contarán a los lectores argentinos sobre obsesiones parecidas, obstinaciones semejantes.

“Cuando una potencia europea quiere apoderarse de un territorio dominado por un, así llamado, soberano bárbaro, comienza por declarar que es de urgente necesidad civilizar aquel territorio…Las potencias del antiguo continente, y en especial la vieja Inglaterra, son fértiles en argucias para justificar su deseo de expansión y de conquista…”, dirán los recuerdos del veronés. Verdadero borrador de la visión del mundo de los jóvenes argentinos en los setenta del siglo XX.

La analista María Elvira Bermúdez, prologando una edición de “Sandokan”, en 1972, sostiene que “el naufragio recuerda todas las frustraciones…los héroes de las novelas de Salgari –al menos los corsarios– no demuestran apego alguno a los bienes terrenales…pero siempre son fabulosamente ricos. Esta circunstancia no contradice, a mi modo de ver, la actitud de desprecio hacia el dinero que es propia del veronés: los corsarios necesitan las riquezas como un medio para triunfar, como un instrumento de poder; pero con generosidad genuina ceden frecuentemente el botín a sus subordinados…”.

Por aquellos años, desde el Centro Editor de América Latina aparecían libros que reivindicaban los mitos populares argentinos, donde figuras como Bairoletto, Juan Moreira, el Gaucho Cubillos y Hormiga Negra, retomaban el proyecto romántico de resistencia: expropiar las riquezas para construir un lugar existencial de mayor generosidad.

Sandokán recorre los mares así como los gauchos milagreros hacen justicia contra el sistema.

Salgari se vuelve un contemporáneo en medio de los mitos politizados de los años setenta.

Cita Bermúdez a “El Diccionario de la Literatura Mundial del Siglo XX”, cuando habla del veronés: “los hombres y las mujeres –rudos e incultos– de estos o aquellos cuentos y novelas de Salgari, están movidos, sacudidos más bien, por fieras y gallardas pasiones, y arrastrados por irrefrenables instintos o actos de ruda violencia. Sin embargo, absuelve en cierto modo a Salgari el sentido de justicia natural por el que sus protagonistas luchan y que casi les confiere la palma de los mártires o la (corona) de los héroes del ideal”.

Y los “actos de ruda violencia” serán la escenografía de aquella infancia en la cual aparece Sandokán en las páginas del “Anteojito”.

Salgari, Oesterheld y los que resisten

En setiembre de 1977, el informe Nº 14 de la Cadena Informativa, ideada desde la clandestinidad por Rodolfo Walsh, aseguraba que “Héctor Germán Oesterheld, el más importante guionista de historietas de la Argentina fue secuestrado por fuerzas militares hace ya cuatro meses… Oesterheld fue secuestrado luego de que dos de sus hijas murieran: una en un enfrentamiento en Tucumán, otra luego de un período de “desaparición” en un cuartel del Gran Buenos Aires”.

Como su autor, “Roland, el corsario”, era detenido mientras sus compañeros de aventuras desaparecieron para siempre de las páginas de “Fantasía”.

Sandokán, como su autor, se negaba a morir en manos de sus perseguidores.

En “Los piratas de la Malasia”, un marinero llamado Bill, dice:

–Hace algunos años en 1852, los ingleses, con una poderosa flota, bombardearon la isla (de Mompracem), la ocuparon e hicieron prisionero al terrible Tigre (Sandokán); pero antes de llegar a Labuán, el pirata, no se sabe cómo, se escapó–.

–¿Y volvió a Mompracem? (pregunta su interlocutor).

–En seguida, no. Durante dos años no se dejó ver, luego, a principios de 1854, reapareció a la cabeza de una nueva banda de piratas malayos y dayakos de las más temible raza. Asesinaron a los pocos ingleses establecidos en la isla, se instalaron en ella, reanudaron sus sangrientas empresas”.

Salgari interpretaba la lógica de los que resisten contra un enemigo superior, poderoso. La memoria es capaz de proteger los sueños colectivos. En algún momento de la historia, Sandokán sería nuevamente convocado para intentar, otra vez, la utopía. Salgari, de tal forma, haría de su navegante un peregrino del tiempo. Sandokán volvería a atravesar los mares a pesar de la derrota existencial y material de su autor. En 1910, Emilio Salgari intentó suicidarse dándose una puñalada en el pecho. Vivía entonces en la Madonna del Pilone, cerca de Turín.

Se preguntaba: “¿podré resistir?. Estoy demasiado enfermo, pero buscaré, lo haré todo por vosotros, hijos míos: daré las últimas ideas a mis fieles lectores, los cuales no me olvidarán, espero…”.

El 24 de abril de 1911 escribió:

“Trunco, trunco mi existencia rompiendo la pluma.

Que estas palabras sirvan de testamento: nada poseo, nada puedo dejaros; solamente mi recuerdo. Pero he dado a la Patria alguna cosa… ¡le he dado mis novelas!… Os beso apasionadamente; besad a mamá en mi nombre y adiós para siempre. Mañana no existiré.

Vuesto padre, Emilio Salgari”.

Sesenta años después, los que atravesábamos la niñez en una ciudad bordeada por el río marrón, el Paraná, descubríamos en Sandokán un rebelde cercano, familiar.

Por aquellos días, “El Eternauta”, de Oesterheld, gambeteaba la censura, la desaparición de sí mismo, y se hermanaba con los que resistían de diferentes maneras.

Sandokán multiplicaba los sueños invictos del veronés, Roland y Juan Salvo, “el eternauta”, seguían las luchas de Oesterheld y sus hijas.

Lo supimos después, cuando volvimos a navegar con ellos, en el exacto momento que decidimos descubrir qué había pasado con los compañeros de Roland, con los tigres de Mompracem.

Cuando nos preguntamos dónde estaban los tozudos soñadores que nos precedieron.

Salgari en la Argentina, los argentinos en Salgari

Sandokán y Roland, Salgari y Oesterheld, conviven en las imágenes sentipensantes que llevamos encarnadas los argentinos nacidos en el ’63.

Resultan compañeros de una aventura mayor, desesperada, vital y comprometida.

Ellos y sus personajes hablan de nosotros.

Sobrevivientes buscando un futuro en un país que, como los piratas enamorados de la justicia, parece haberse perdido para siempre.

Sandokán y Salgari fueron sobrevivientes en la década del 70 en la Argentina de las hienas.

“Roland, el corsario” perdió toda su tripulación justo cuando Oesterheld se convertía en un desaparecido.

El praho de Salgari se hundió en las Malvinas y el Caimán Negro de Oesterheld fue fondeado frente a la Escuela de Mecánica de la Armada.

El navegante portugués que no puede escapar con Salgari fue rescatado por Juan Gelman en un poema que destaca la resistencia de un buscador de belleza y verdad.

La Eva de Salgari también desaparece entre la tierra y el mar. Parece otra Eva, la “eternauta” que construyeron los navegantes de la utopía argentina.

Dice Salgari, vocero de mitos políticos argentinos, en el capítulo XIII de “Mis memorias” que “la muchacha abandonó al viento perfumado del alba una fina risa argentina…¡Extraña y noble criatura! Mujer capaz de los mayores heroísmos, compañera de mis peligrosas aventuras, ánima viril en un cuerpo de niña…”

Y aquel final que contó el veronés anticipaba la leyenda vital de anónimas mayorías: “rellenaron la fosa y la cubrieron de flores silvestres. En el corazón de la selva devoradora, hay ahora una tumba… La selva ha cobrado el cuerpo bellísimo de una mujer, pero no su alma. El alma de Eva no está sepultada en la selva. Ella revolotea ahora en los mundos de la eterna bondad”.

Cuando el cadáver de Eva Duarte fue regresado a su marido, las aventuras de Salgari volvían a las nuevas generaciones de argentinos.

El permanente regreso

Las aventuras contadas por Salgari tienen la dimensión épica de los sueños colectivos de miles de jóvenes en los años setenta.

Prahos insignificantes enfrentándose a verdaderas maquinarias proveedoras de horror y muerte.

Sandokán se continúa en Roland y Salgari se reencarna en Oesterheld.

Fueron condenados por un sistema impiadoso que no soportó semejantes parábolas de libertad para los públicos masivos.

Los viajes de Roland y Sandokán, entonces, pueden leerse como proyectos políticos, resistencias contra la dominación, epopeyas populares tercermundistas que parecían alcanzar islas donde era posible la aventura humana.

Mompracem liberada. Lugar de sueño concretado. Hoy ya no hay historias de piratas. No se conocen los viajes de beligerantes errantes contra el poder globalizado. No tienen prensa ni cotizan en bolsa sus cargamentos de aventuras. Sin embargo, desde un cuadrito de historieta, Sandokán y Roland se han convertido en nuevos eternautas. Vagabundos que llevan consigo el tesoro de la memoria. Prestos a abordar cualquier displicente fragata que se ufane de su carga de indiferencia. Héctor Oesterheld y Emilio Salgari están vivos y resisten.

Las nuevas generaciones de argentinos navegarán con ellos.

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