Por Carlos del Frade
“Bandas nuevas, políticas viejas”, es el nuevo libro que vamos a presentar este año en relación al desarrollo del narcotráfico y la violencia en la provincia de Santa Fe, en particular y la Argentina, en general.
Lo que sigue es el primer capítulo del trabajo y que ofrece el testimonio de uno de los primeros “cocineros” de cocaína en Rosario, por entonces todavía ciudad obrera y portuaria.
La impunidad del dinero es directamente proporcional a la dimensión que adquiere en el sistema financiero y, por lo tanto, el crecimiento del negocio es proporcional a la sangre derramada en los barrios y el incremento de la ferocidad que ya no tiene reparos en balear a chiquitas y chiquitos, copiando las peores aberraciones paraestatales que vienen de otras geografías.
La pelea de verdad pasa por la generación de trabajo, educación, cultura, alegría y deportes en los mismos lugares del mapa donde hoy crecen las noticias policiales.
Los primeros cocineros
Un año antes de la guerra de Malvinas, todavía en la noche carnívora del terrorismo de estado, surgieron las primeras cocinas de fabricación de cocaína en Rosario.
Meses antes del inicio del Mundial 78, un cargamento de doscientos kilogramos de blanca y radiante “merluza”, como le llama el protagonista de esta historia, había desembarcado en la zona franca boliviana en el puerto de la entonces ciudad obrera.
Una entrega planificada entre la dictadura de Hugo Banzer, en Bolivia y la de Jorge Videla, en Argentina y nada menos que con Leopoldo Galtieri como comandante del segundo cuerpo de Ejército, con asiento en Rosario y jurisdicción en las provincias de Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Formosa, Chaco y Santa Fe.
El hombre en cuestión no la había pasado bien.
Había sido detenido y torturado en una de las mazmorras menos conocida de la región.
Hasta que salió en libertad y conoció a una persona que le presentó el milagroso proceso químico de la elaboración de la merluza, de la cocaína.
-Mi socio se trajo un viejo loco. Era del norte. Se llamaba Urbano. Este hombre bajaba la pasta y nosotros comprábamos lo que necesitamos en los comercios de Rosario. Era un año antes de Malvinas, 1981.
…Este Urbano nos invitaba a retirarnos cuando se ponía en modo químico…Después de un rato nos llamaba para que veamos cómo de un vaso de precipitado, al revolverlo, aparecía una piedra de más o menos setecientos gramos o un kilogramo. Era algo mágico…muy lindo de ver.
…Para empezar a vender, comencé a frecuentar ciertos lugares VIP. Ahí conocí a un capo de la Aeronáutica que vendía merluza y tenía para pesar balanzas con los dos platitos…
…Después la llevábamos a Capital Federal. Teníamos clientes grandes. En aquella época, si hubiéramos querido, pudimos haber llegado a fabricar hasta cinco o siete kilos…pero nunca hicimos más de un kilo y medio. En Capital me cambié de oficina al mismo edificio donde estaba el Negro Olmedo. Él nunca se enteró. Estábamos a dos cuadras del Congreso. Llegué a venderle a un secretario de un gobernador. Siempre había un piso, no movía menos de 100 o 250 gramos. No se vendía por unidad.
…La casita que teníamos en Alberdi estaba media caída y tenía mucho olor a éter. Así que compramos seis ventiladores y los colocamos en el parque. Vos pasabas por la esquina y pensabas qué pedazo de loco este muchacho. Yo ya era conocido de un par de hermanos de San Luis, una tenista muy famosa y jodida que se picaba mucho y yo no permitía eso en la oficina.
…No nos prestaban atención. Las pinzas estaban enfocadas en matar gente. Podías viajar con un kilo de merca en transporte público de Rosario a Capital Federal sin problemas. Nunca te preguntaban nada. Después aparecieron distintos artistas pero el negocio era todo a los ponchazos.
…Para esos días fue que Urbano se vino para Capital. Vino malo, feo, jodido. El proyecto y las armas no hacían maridaje. No me gustaba. Empecé a retirarme. El Viejo sabía que se perdía una buena canilla.
…Entonces Urbano decidió meter a su familia para quedarse con eso que yo había armado en Buenos Aires. Me llegó a visitar con sus dos hijas. En la planta baja del edificio había un bar y un día, además de traerse su pistola, estaba sentado con sus dos hijas flaquitas de dieciocho y veinte años. Yo lo saludé y subí. Yo ya estaba mal porque le vi el fierro. A los diez minutos me tocan la puerta y eran las pibas y empezaron a hacerme un circo con la idea de terminar, supuestamente, en una fiesta íntima. Me enojé y bajé al bar. Le dije de todo. Cómo era posible que llegara prostituir a sus hijas para quedarse con el negocio. No me robaron nada y no lo vi nunca más.
…A mi me sobraban las minas. Billetera mata galán… no.
¡Bolsa mata galán, billetera o lo que sea!.
…Me acuerdo de algunos pilotos que consumían. Les regalé una revista gringa donde decían los efectos que tenía la cocaína…allá por fines los noventa me fui a curar a otro país. Dejé de tomar y fabricar – dice el hombre que sigue creyendo en construir una sociedad mejor, mientras rescata algunas de aquellas postales iniciales de la prehistoria del narcotráfico en la ahora ex ciudad obrera.
Capítulo del libro “Bandas nuevas, políticas viejas. Geografía narco 6”.