Evita dijo la verdad. Dejó jirones de su vida y fue millones.
Por eso su muerte nunca terminó de matarla.
Tenía 33 años y pesaba 37 kilos. Su cuerpo fue secuestrado y desaparecido.
Un signo repetido. Desde el 24 de marzo de 1976 al presente, seis de cada diez compañeras y compañeros desaparecidos tienen menos de 35 años; seis de cada diez personas desocupadas también tienen menos de 35 años y las imputadas de primeros delitos que pueblan las cárceles de las principales provincias argentinas, como Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y Mendoza tienen hoy menos de 35 años. Triple 6, la marca de la bestia según el apocalipsis. En este caso, en los últimos cincuenta años, la bestia del sistema se traga a las muchachas y los muchachos que por razones biológicas y culturales tienen la necesidad de transformar la realidad. En las mazmorras del Servicio de Informaciones de la Policía de Santa Fe en Rosario, en los tiempos de Agustín Feced, las militantes montoneras eran torturadas y el propio ex integrante de la Gendarmería, propuesto para ser jefe de la Triple A nada menos que por el mismísimo José López Rega, se les reía cuando les gritaba si se habían creído que Evita era revolucionaria.
Y en esos cuerpos marcados por el paso de la picana, las pibas sabían que sí, que para ellas no había duda de que Evita era revolucionaria y por eso, ahora, en ese momento de suplicio indescriptible, ellas, allí, en el Auschwitz rosarino, estaban dejando jirones de su vida porque efectivamente esa mujer, como escribió Walsh, ya era millones.
Mi papá era un empleado bancario que en el año del Mundial fue echado como un perro del ex Monserrat. El telegrama de despido llegó el 24 de diciembre de 1977. Inolvidable Navidad. Juan Carlos lloraba a mares y desde entonces se le apagó la lucecita en los ojos y se prendía, ritualmente, el televisor aunque siempre tuve la sensación de que no miraba lo que miraba. Era un peronista conservador, de aquellos que Soriano retratara con lucidez cuando le hace decir a un empleado de Colonia Vela que siempre fue peronista, que nunca se metió en política. Pero mi mamá, la Pochi, era un cuerpo hecho bajo la forja de una sensibilidad y lucidez muy especiales. Soportó lo indecible en un matrimonio que la condenó a no ser ella misma. Sin embargo sabía reir y disfrutar hasta que el cerebro la acompañó. Ella era más evitista que peronista. Lo aprendí desde el amor, desde sentirla llorar en silencio en el fondo de la cocina mientras le acercaba un mate a su marido. Evita llegó a mi vida desde aquella cotidiana presencia del amor maternal y nunca más salió.
Hace bien notar cómo el paso del tiempo también hace de Evita millones de relatos que van acompañando los nuevos protagonismos políticos como las hijas y los hijos de 2001 hoy encarnados en el feminismo y el ambientalismo, como ya fue apuntado.
Ver a mis hijas juntas en las marchas con sus pañuelos verdes pelear con alegría por una sociedad con mayor igualdad y justicia social es algo maravilloso. Y ellas encuentran en Evita, dibujada y convertida en calcomanía con el pañuelo verde, también una compañera de sus luchas actuales aunque esto enfurezca a cientos que no pueden entender la tremenda plenitud de “esa mujer” que es capaz de reinventarse más allá de su historia tan corta y tan increíblemente fecunda.
La Argentina es hoy una semicolonia y necesitamos más que nunca un nuevo proyecto que sea revolucionario y que construya soberanía intelectual, económica y ambiental para democratizar la felicidad.
Hasta el último momento de nuestra vida vamos a estar peleando por la liberación y queriendo llegarle a miles de pibas y pibes que están educados para el olvido, el deprecio y la exacerbación del individualismo y el consumismo.
Para ellas y para ellos, estas postales. Y también para las y los militantes que sobrevivieron al terrorismo de estado y siguen insistiendo.
(*) Postal 70, epílogo del libro que será presentado este martes 26 de julio en “La Popular”, Santa Fe y Santiago, en la ciudad de Rosario