Por Carlos Del Frade
– “Un millón setecientos mil niños de diez a quince años soportan jornadas de catorce a dieciséis horas en las nacientes industrias, en los socavones de las minas de carbón, en las ensordecedoras tejedurías norteamericanas. Veintiuno de cada cien operarios son mujeres. En Chicago, la segunda ciudad del país por su población e importancia económica, la crónica hace constar que los trabajadores “parten a las cuatro de la mañana y regresan a las siete u ocho de la noche e incluso más tarde. Jamás ven a sus esposas e hijos a la luz del día. Unos se acuestan en corredores y altillos, otros en barracas donde se hacinan tres y cuatro familias.
“Muchos no tienen alojamiento, se los ve juntar restos de legumbres en los recipientes de desperdicios, como los perros o comprar al carnicero sólo algunos centavos de recortes”, sostiene la excelente crónica “El siglo de las luchas”, escrita por Oscar González y Daniel Vila, en la mítica y ya desaparecida publicación “El Periodista de Buenos Aires”, cuando se cumplieron cien años de aquella primera gran huelga de la que surgirán los mártires de Chicago. Este primero de mayo, entonces, fueron ya ciento treinta años de aquella pelea contra los patrones y el capitalismo.
El objetivo era “el derrocamiento de la dominación burguesa y la conquista del poder político por el proletariado”. A partir del primero de mayo de 1886, los organizadores de la huelga establecían “la duración legal de la jornada laboral de ocho horas” y recomendaban a las organizaciones adheridas “que traten de hacer promulgar las leyes locales de acuerdo con la resolución”, decían los escritos de la Federación Americana del Trabajo.
Los diarios del sistema serán críticos del paro, el New York Times publicó: “Las huelgas por obligar el cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para detener la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país pero no podrán lograr su objetivo”. Por su parte, el Indianapolis Journal sostuvo que “los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los ahorros de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia…”.
El primero de mayo de 1886 transita en paz
La represión será el 3 de mayo cuando la patronal de la fábrica Mc Cormick Harvester despidió a 1.400 trabajadores. Más de seis mil obreros se juntan a las puertas de la empresa reclamando por la reincorporación de los mismos. En ese momento estalla el fusilamiento de parte de la policía.
-La guerra de clases ha comenzado. Ayer frente a la fábrica Mc Cormick, han fusilado a los trabajadores. ¡Su sangre pide venganza!. Respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar. ¡A las armas!. ¡A las armas! – escribe el alemán August Spies.
El 4 de mayo, en el Haymarket Square, Albert Parsons reclama las tres ocho: ocho horas de trabajo, ocho horas de esparcimiento, ocho horas de descanso. Hasta que el inspector de policía John Bonfield desata la represión. Se declara el estado de sitio y se implanta el toque de queda en Chicago. Hay imprentas allanadas, detenciones y palizas indiscriminadas. Se ordenan las capturas del inglés Samuel Fielden, los alemanes Aguste Spies, Michel Schwab, George Engel, Adolph Fisher y Louis Lingg y los norteamericanos Oscar Neebe y Albert Parsons. Serán los mártires de Chicago. Hubo un solo policía muerto, Mathias Degan. Las detenciones obreras suman más de mil.
El juicio se inició el 21 de junio y el 28 de agosto se dicta la condena: Spies, Parsons, Engel, Fielden, Schwap, Fisher y Lingg serán ahorcados. Neebe irá a prisión por quince años. Más tarde el cuerpo de Lingg aparece destrozado en su celda. Fielden y Shcwab logran la prisión perpetua. El 11 de noviembre de 1887 Spies, Engel, Parsons y Fischer son ahorcados.
-¡Llegará el tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que estáis estrangulando! -–grita Spies.
-¡Viva la anarquía! – dice Engel.
-¡Este es el momento más feliz de mi vida! – desafía hasta su propio final, Fisher.
-¡Dejad que se escuche la voz del pueblo! – apunta Parsons.
Louis Lingg tenía solamente veintitrés años. Cuando le tocó hablar ante la Corte, sostuvo:
“Repito que soy enemigo del orden vigente y con todas mis fuerzas, repito que mientras aliente un soplo de vida lo combatiré. Declaro otra vez, franca y abiertamente, que soy partidario de los métodos de fuerza. He dicho y lo sostengo que si vosotros empleáis contra nosotros fusiles y cañones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente porque estáis pensando ya no arrojarás más bombas. Pues permitidme que os asegure que muero feliz porque estoy seguro de que los centenares de obreros ante quienes he hablado recordarán mi palabra y, cuando hayamos sido ahorcados, ellos harán estallar la bomba. ¡Os desprecio!. ¡Desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra autoridad sostenida por la fuerza!. Ahorcadme por esto”.
-Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mi mismo. No puedo abominar de ellas, ni tampoco lo haría aunque pudiese. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas que día a día ganan más y más terreno, enviadnos a la horca. ¡Si una vez más aplicáis la pena de muerte por el delito de atreverse a decir la verdad –y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez- yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan alto precio, orgullosa y bravamente!. ¡Llamad a nuestro verdugo, ahorcadnos, la verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Galileo, vive aún. Estos y muchos otros nos han precedido en el pasado. Estamos presto a seguirlos – dijo Auguste Spies, ante el tribunal, en noviembre de 1887.
George Engel, en su alegato ante la Corte, dijo el 11 de noviembre de 1887, “¿En qué consiste mi crimen?. En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones, otros caigan en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad, y al bienestar…desprecio el poder de un gobierno inicuo, desprecio a sus policías y a sus espías. En cuanto a mi condena, que fue alentada y decidida por la influencia capitalista, nada más tengo que decir”.
Ciento treinta años después, esas voces, esas realidades, habitan en las urgencias de las mayorías, de los trabajadores, de los que le dan cuerda todos los días al motor íntimo de la historia y el mundo.