“Los países del mundo reconocen al gobierno de Aramburu. Villa Manuelita no”; uno de los tantos carteles de los días del derrocamiento en 1955. Cuando Rosario resistió el golpe. Durante 18 años, la ciudad obrera se convirtió en un símbolo. El análisis de Carlos del Frade a 50 años de la muerte de Juan Domingo Perón, en tiempos de agonía de la dignidad.
Por Carlos del Frade.
(APe).- El 16 de setiembre de 1955, cuando comenzó el movimiento insurreccional contra el gobierno popular, era la fecha señalada para la presentación en el Cine Real, en Oroño y Salta, del presidente del Consejo Superior del partido, doctor Alejandro Leloir.
Nadie daba créditos a las noticias que venían desde Córdoba y Buenos Aires.
Por calle San Martín, centenares de trabajadores, portuarios y ferroviarios, en su gran mayoría, se habían movilizado en defensa del gobierno constitucional.
Sobre Eva Perón, donde estaba la sede de la CGT, también aparecieron los gestos duros de los hombres que querían seguir viviendo en lo que entendían como un estado natural, bajo el gobierno de Juan Perón.
Para el lunes 19 de setiembre, el mundo ya estaba patas para arriba.
Rosario seguía viviendo su creencia.
En la CGT, sin embargo, “siguen las entregas de sangre con el banco de la regional” de la central obrera, donde ya funcionaba uno de los tantos centros sanitarios de recepción.
Uno de los dirigentes de la CGT, Hugo De Pietro difundió un documento llamando a la movilización de los obreros rosarinos: “compañeros, nuestro destino y la defensa de nuestra dignidad y de las conquistas logradas nos imponen no escatimar ningún esfuerzo, ni aún la propia vida”.
Sería una profecía.
“El pueblo está a la expectativa. Puede producirse el cañoneo de las destilerías de Eva Perón”, sostenía el titular de “La Capital”, del martes 20 de setiembre.
Cañones de un barco de la Armada argentina alimentada con combustible inglés como denunciaría tres años después el entonces diputado convencional de la UCRI, Oscar Allende.
Una semana después, las palabras y los hechos se presentaron de otra forma.
“Tristes sucesos acaecidos el viernes, sábado y domingo. Severas medidas de represión”, amenazaban las informaciones del diario.
A los hechos que calificaron como “tristes” eran las movilizaciones que surgieron en los barrios rosarinos y en las ciudades vecinas.
Enfrentándose a tanques, José Mármol, un estibador, perdió el riñón y la memoria cuando tiraba piedras en 27 de Febrero y Ovidio Lagos. Lo último que recuerda fue que gritó: “Viva Perón carajo!”. Después el hospital y la desocupación. Su historia se repetiría por miles.
Hacia el 27 de setiembre, las crónicas periodísticas semejaban partes de guerra de un ejército de ocupación. “La urbe amaneció dispuesta a reanudar sus actividades, pues así había sido acordado en el plenario realizado en la CGT…Sin embargo, los tranvías y ómnibus no pudieron correr por mucho tiempo pues, en algunos barrios, núcleos reducidos de personas amenazaban a conductores y pasajeros valiéndose de la falta de vigilancia en los coches y, en otro casos, procedieron a apedrearlos”.
Piedras contra efectivos militares, piedras contra algunos tanques.
Nadie conducía a los obreros más que ellos mismos en aquellos días en que Rosario fue convertido en otra cosa.
“En cuanto a los obreros, en muchos casos, llegaron hasta frente a las fábricas pero no entraban a cumplir con sus obligaciones”.
La rebeldía continuaba.
A pesar de los “blandos”, de los que después harían llamar a cierta rama del sindicalismo como la CGT “negra”.
El autotitulado subdelagado de la central obrera rosarina, Marcos Méndez, llegó a emitir un mensaje por Radio Nacional, exhortando al “retorno al trabajo”.
Su prédica era la lógica del sistema: ser obediente para poder sobrevivir. Un mandato de clase. “Compañero trabajador sea disciplinado”, exigía Méndez.
Sin embargo, centenares de panfletos aparecieron sobre calle Ovidio Lagos y en la zona sur.
Los papeles no tenían firmas, pero convocaban a un paro general hasta tanto Perón volviera a la Rosada.
Las noticias dejaban escapar el clima que se vivía en los barrios rosarinos.
El abastecimiento “tropezó con dificultades”, no hubo leche ni tampoco se produjo la faena en el Mercado Municipal de Carnes.
En calle San Martín al 1200 un francotirador enfrentó a un piquete de soldados que patrullaba la zona sur. El “valiente” sargento López Correa tuvo que ingeniárselas con sus veinte hombres para enfrentar al trabajador que cumplía con aquello de jugarse la vida por Perón.
En los diarios y en las radios se escuchaban las adhesiones de la Federación Económica de la Provincia de Santa Fe a favor del gobierno de Eduardo Lonardi. También, en el diario, surgían los comunicados de agrupaciones políticas como el “socialismo libertario” a favor del golpe de estado.
El toque de queda se producía las veinte. Sin embargo, entre tanta historia oficial y silencio impuesto, desde abajo llegaban otras voces, una contracorriente inorgánica pero real, como la vida anónima.
Subsuelo de la ciudad ocupada.
“Grupos perturbadores”, calificaban los medios.
Aparecían en Córdoba y Provincias Unidas. Córdoba y Paraná. En el Cruce Alberdi detuvieron a un tren que transportaba obreros hacia Pérez.
Los edictos justificaban la persecución.
De ciudad obrera y orgullosa de su peronismo, Rosario se convirtió en objetivo militar. “Contra agitadores”, fue el título que se convirtió en un clásico por aquellos días y se multiplicaría por años en el léxico de gobiernos autoritarios. Se trata de “agitadores profesionales” que responden a “intereses de pequeños grupos” que tienen la “triste misión de roer los cimientos” de la nacionalidad.
Como síntesis del cinismo y la ironía, el 17 de octubre de 1955, en la Rosario dada vuelta, en la que las mayorías trabajadoras se sentían agobiadas y perseguidas, se estrenó, en el Cine Odeón, “El salario del miedo”, un “drama de candente suspenso”, con Ives Montand.
A contrapelo de la prudencia y del “ni vencedores ni vencidos”, los metalúrgicos de la ciudad decidieron concretar paros de cinco minutos por turno.
Hacia finales de octubre de 1955, cinco vagones fueron incendiados. Llevaban cargas para Celulosa. Fue en la avenida Francia y en una de sus paredes, en forma extraña, apareció, después de las llamas, una P y una V.
Miles de personas fueron encarcelados en distintas regiones del país entre 1955 y 1973.
Era el nuevo mundo saludado por las potencias de Occidente.
La Argentina ingresaba al Fondo Monetario Internacional. El salario que, en 1953, llegó a superar el 50 por ciento del Producto Bruto Interno nacional, comenzaba a descender a menos del 30 por ciento.
En las calles rosarinas, mientras tanto, portuarios, metalúrgicos, amas de casa, pibes que hasta hacía unos días pateaban una pelota de goma y textiles, se autoconvocaban para defender “al general”.
“Los países del mundo reconocen al gobierno de Aramburu. Villa Manuelita no”, dice la leyenda que decía uno de los tantos carteles que nacieron por aquellos días en los barrios de la otrora Chicago argentina.
Durante 18 años, la ciudad obrera se convirtió en un símbolo.
En la mañana del 16 de setiembre de 1955, los capataces del Swift, en Villa Gobernador Gálvez, hicieron gala de su odio de clase.
Desnudaron a todas las mujeres.
La excusa fue buscar armas entre la intimidad de las trabajadoras.
Sin embargo no les fue fácil domesticar a los obreros de la carne.
“Mi abuela nos contaba cómo los muchachos armados con la chaira y otro cuchillos tomaron el frigorífico. Con matagatos, con lo que tenían, quisieron defender al peronismo. Cuando se puso muy jodida, los compañeros escondieron a las chicas en los tanques que traían la leche para sacarlas. Ahí zafó mi abuela”, cuenta Sonia Alesso, hoy maestra y dirigente de AMSAFE y la Central de Trabajadores Argentinos.
Pero algo falló en los cálculos de los proveedores de la muerte.
Decenas de personas se sumaron a la militancia peronista proscripta.
Angel Ojeda comenzó su militancia en 1955. “Formé parte de una Argentina heroica. Acá en Rosario el regimiento 11 regresaba derrotado. El pueblo rosarino peleaba en las calles, todos los días. Fue cuando apareció el famoso cartel de Villa Manuelita, que no se rinde. Casi un mes de pueblo en la calle…”.
En 27 de Febrero y Ovidio Lagos, José Mármol quiere atravesar el cielo con los estandartes de Evita y Perón. Lo balean. Cae envuelto en una bandera argentina y dos culatazos le rompen su riñón derecho. Estuvo dos meses internado gritando “¡Viva Perón, carajo!”.
Aquella primera etapa de la resistencia en Rosario se “hizo en los bares, en las casas, en las familias, en los barrios”, dice la historiadora Carina Capobianco.
Tiempos en los que, más allá de los hechos espontáneos, surgen los primeros organismos estatales dispuestos a la represión del “enemigo interno”.
José Cravero marcó que “dos o tres meses después del golpe se organizó la llamada Defensa Activa de la Democracia. Hubo desaparecidos. Pegaron tanto que la gente comenzó a organizarse. Así surgieron comandos en la zona sur, en barrio Belgrano…al principio la resistencia era casi poética. Cuando se pintaba una pared era todo un triunfo”.
Eran días de aprendizaje, de reciclaje de la memoria popular. “Se conformaron células integradas por tres o cuatro activistas con un jefe. Tuvimos que aprender a fabricar bombas. Empezamos con caños, los de 250, a los que les pasábamos un alambre de virulana. Nos asesoraban viejos anarquistas”, recordó Cravero.
La vieja dirigencia gremial flaqueaba.
“Ninguno salía de abajo de la cama”, ejemplificó Pío Torres. “Hasta que reuní a la gente de Sanidad y junto a Pepe Pedernera fuimos haciendo surgir una nueva generación de dirigentes gremiales. Al principio éramos dos. Américo Gigena y yo. El me decía mañana seremos cuatro y ahí comenzó, entonces, el movimiento de lo que después serían las 62 Organizaciones. Nuestra idea era tomar los gremios, crear células peronistas y así fuimos copando uno a uno. Hasta que creamos el bloque gremial peronista”, sostuvo.
Quinto día de marzo de 1956.
Decreto 4161: “Considerando que en su existencia política, el Partido Peronista ofende el sentimiento democrática del pueblo argentino, el presidente provisional de la Nación Argentina, en ejercicio del poder legislativo, decreta con fuerza de ley: Artículo 1º: queda prohibida en todo el territorio de la Nación: a) La utilización de propaganda peronista. Se considerará especialmente violatoria de esta disposición, la utilización de la fotografía, retrato o esculturas de los funcionarios peronistas o de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura “P.P.”, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las marchas “Los muchachos peronistas” y “Evita capitana”, el libro “La razón de mi vida” y los discursos del presidente depuesto y de su esposa.
“b) La utilización de imágenes, símbolos y signos “creados o por crearse” que pudieran ser tenidos por alguien con los fines establecidos en el inciso anterior.
“c) La reproducción, mediante cualquier procedimiento, de las imágenes y objetos señalados en los dos incisos anteriores.
“Artículo 2º: El que infrinja el presente decreto ley serán penado:
a) Con prisión de treinta días y multa.
b) Inhabilitación absoluta para desempeñarse como funcionario público o dirigente político o gremial.
c) Clausura cuando se trate de empresas comerciales.
“Las sanciones no serán de cumplimiento condicional, ni será procedente su excarcelación”.
Juan Lucero tiene el cuerpo atravesado por las huellas de la picana y la tortura. También tiene la mirada triste de tanto exilio no querido, aunque conserva la alegría del que cree en ideales de una sociedad más justa.
“En mi casa se hizo una reunión clandestina. Se preparaba el golpe de Juan José Valle para devolverlo a Perón. Valle se terminó refugiando en una villa. Era uno de los que llamábamos los militares gauchos. Había gente movilizada en Rosario y San Lorenzo. En la mesa de mi casa, me acuerdo, estuvieron Lugan, Duclois, Piacenza, Valle y yo…Cuando llegara el nueve de junio, eso nos decían, se iban a cortar las rutas. Fue un hecho bastante anárquico”.
Uno de los que participaron en la columna de la zona norte del golpe del 9 de junio era un muchacho de 16 años, Marcial Martínez.
Lucero y Marcial practicaban en el Tiro Federal. “Mi mamá nos decía que va a llegar el momento y no van a tener puntería”, recuerda Lucero.
Aquella noche “el comisario Díaz, de la 16ª, encerró a todos los policías y se llevó las armas para nosotros. Eran 14 carabinas viejas y las trajo con un sumariante que era un hombre de pueblo. La idea original era tomar el 11, LT 2 y ENTEL”.
A contra razonamiento, la célula de Alberdi creía que podía tomar el Olimpo.
“Hicimos todos eso porque teníamos un fuego adentro que nos quemaba. Pensar que antes me dedicaba al folklore. Aquella noche no pudimos avanzar mucho. Sin embargo le hicimos frente a la gendarmería con las 14 carabinas que había expropiado el comisario Díaz. Marcial se había venido con un cuchillito de cocina”.
Tiempo después, con un pulmón destrozado por la tortura, Marcial eligió el suicidio antes que delatar a algún compañero. Lo cercaba la policía federal.
“No fueron dioses, sino hombres, mujeres, que necesitaban comer pan, vivir, hacer hijos…No fueron perfectos ni mucho menos…Pero había una luz que caía de sus frentes sudadas, rojas, arrugadas, pensando cómo batir al enemigo”, cuenta Juan Gelman en “Ya caminando”.
Para Norberto Galasso, tozudo difusor e historiador de lo nacional y popular, define a la resistencia como “algo muy espontáneo. Se destacó Cooke y la lucha en los barrios, los caños, las movilizaciones espontáneas, centenares de huelgas parciales. César Marcos contó que las cocinas se convirtieron en cuarteles generales. Y en las esquinas se silbaba “Fumando espero”, se andaba con flores “no me olvides”. Los burócratas fueron los primeros en desertar. El peronismo era, entonces, fundamentalmente, la clase trabajadora”, remarcó el escritor y militante.
En 1956, antes del levantamiento del 9 de junio, el general Juan José Valle estuvo en Rosario y recorrió las unidades básicas que funcionaban en las cocinas y sobre los manteles de hule.
Los paros sorpresivos, las bombas y las panfleteadas se repetían en la geografía todavía industrial de la ciudad.
El padre Hernán Benítez, jesuita expulsado de la orden por su compromiso con el peronismo al convertirse en el confesor de Evita, es uno de los referentes de los sacerdotes del tercer mundo.
Creía que a través del peronismo, la clase trabajadora argentina llegaría al socialismo.
Cuando murió tenía dos imágenes sobre su lecho: el Che y Evita.
Pero antes, cuando la década del cincuenta se extinguía entre huelgas y brotes guerrilleros, el padre Benítez le escribió a Perón: “¿Ignora el General la barbarie represiva de que son capaces los gorilas, con todo el poder y las armas en la mano?. ¿La ferocidad que las directivas de Caracas imperan ignora el General que esa misma ferocidad centuplicada alimentan los gorilas, dispuestos a sofocar la barbarie subversiva con la barbarie represiva inmensamente peor?. En las actuales circunstancias, ¿no se da cuenta el General de que la represión no dejará sólo 30 ni sólo 300 víctimas asesinadas, sino 3.000, sino ya 30.000?”.
Corría el 14 de enero de 1958.