- Por Carlos del Frade
Una impunidad fue el origen de tantas otras
La documentación robada exhibía la colaboración de grandes empresas en la represión de la dictadura. Los datos surgían del relato de sobrevivientes de los centros clandestinos. Un robo impune, origen de otras tantas impunidades.
Ahora, en esta crepuscular y semicolonial Argentina del tercer milenio, mientras se exhibe la película “1985”, síntesis del juicio contra las juntas militares del genocidio de la noche carnívora entre 1976 y 1983, es necesario recordar el robo de los tribunales rosarinos. Cuando se llevaron documentaciones que mostraban las colaboraciones que hicieron las grandes empresas con la represión ilegal. Aquella impunidad fue multiplicada hasta el presente…
El 8 de octubre de 1984, desde el símbolo máximo de la justicia provincial, el edificio de los Tribunales de la ciudad de Rosario, fueron robados el equivalente a tres piezas de documentación que probaba la vinculación del llamado personal civil de inteligencia que operaba tanto para el ejército como para las fuerzas de seguridad.
El doctor Manuel Blando era un referente del pensamiento latorrista en la provincia de Santa Fe. El fue presidente de la CONADEP Rosario y, por lo tanto, su relato, describe con precisión la tarea desarrollada durante la reconstrucción del terrorismo de estado en la zona sur de la provincia de Santa Fe.
«…Mientras se hacían los allanamientos, el auto del juez Fermoselle venía custodiado por autos de la policía y más atrás venían otros autos que eran de los servicios de inteligencia del ejército. Lo que se robaron vinculaban a todos los que estaban en represión y los que estaban en funcionamiento en 1984. Participó el jefe del ejército que tenía interés que desaparezca esa documentación.
“Allí encontramos todos los memorandum de la actividad nuestra. Yo, por ejemplo, había viajado a Buenos Aires y ahí decía Blando viajó a Buenos Aires, el acto que se hizo antes de entregar el informe, en la plaza Montenegro, allí decían dónde estaban ubicados el personal de inteligencia, en San Martín y San Juan, todavía nos controlaban. Al juez lo intimidaban por teléfono. El obispado lo vio para que parara la mano. Implicaba a milicos, policías. Había ficheros… El robo fue porque se incriminaba a mucha gente a los milicos que estaban acá y vinculaciones de toda naturaleza. No vimos toda la documentación, habría hasta conversaciones con la curia, con los ministros. No la alcanzamos a leer. Era enorme. Aparte de la impresión que me dieron los testimonios, lo que me quedó fue el robo de los tribunales. Daban ganas de llorar. No se hizo nada realmente para recuperar…»
Esa noche
Era la 1.30 de la madrugada del 8 de octubre de 1984.
El agente de policía Juan José Aguirre, por aquel entonces de 22 años, estaba haciendo su recorrida de guardia en los tribunales juntamente al sargento Demetrio Flores.
Escuchan el timbre. Van a ver.
Dos uniformados, –«con nuestro azul», como diría Aguirre–uno de ellos con un cuaderno que ellos identifican como los que habitualmente se usan para llevar citaciones y documentos a los tribunales.
–Traemos unos oficios de la quinta para el juzgado en turno. El sargento Flores abre la puerta.
En ese momento, el otro exhibe una metralleta tipo «pam» (pistola automática mediana).
–Quédense quietos o son boleta.
Les dicen que si llega a haber otro guardia los «amasijan». Los tiran al piso, les vendan los ojos.
Suena el teléfono.
Del otro lado de la línea piden información sobre qué juzgado está en turno. Le hacen responder al sargento Flores.
Los llevan a una oficina. Allí les atan las piernas a la altura de los tobillos y de las rodillas. Los policías pierden la noción del tiempo.
Alrededor de las cinco de la mañana llegó el ordenanza, Vittore, inconfundible por su silbido. Los desata. Después llegó la empleada del registro de inspecciones, Ramona Mansilla. Lo llama al comisario Teruel.
«Me manifestó que habían copado el tribunal y que al personal lo habían encontrado atado en la guardia no presentando lesiones algunas», dijo el oficial en sus declaraciones.
A menos de doscientos metros, en Dorrego 1638, el policía Eugenio Encina, estaba custodiando lo secuestrado por el juez Francisco Martínez Fermoselle el viernes anterior, cuando a la 1.30 le tocan timbre.
Dos personas se presentan ante él. Uno uniformado como la policía provincial. El otro de saco y corbata con una mochila sobre las espaldas.
–Me manda el doctor Fermoselle porque se olvidó una carpeta.
–Acá no está –le contesta Encina.
–Si, yo tengo la llave de la habitación de adentro.
Entonces saca un arma y le obliga a abrir la puerta.
Entra con ellos una señora, alta, aparentemente teñida de rubio. Le ponen las manos en la nuca y lo obligan a tirarse sobre un sillón. A las tres menos cuarto de la madrugada, Alfredo Di Patto regresaba a su casa a bordo de su Fiat 600. Ve frente a tribunales un Peugeot 504 negro, y también observa a dos hombres que llevan grandes bolsas de nylon amarillas saliendo del palacio de justicia. «Vi como cinco hombres y una mujer de pelo negro, lacio», recordó Di Patto. «Todos eran civiles», dijo el testigo. El doctor Francisco Martínez Fermoselle, cuando es informado de lo sucedido, sabe que se trata de los documentos secuestrados en los allanamientos realizados en lo domicilios de Walter Pérez Blanco, en Santiago al 1400, de Eduardo Rebechi, en Dorrego al 1800 y de Teresa Cobe. El juez declaró que fueron 150 los expedientes robados y entre cinco o siete televisores que estaban en lo de Rebechi, como una cantidad de documentos imposibles de determinar.
La causa
El expediente que reúne las investigaciones iniciadas por el robo concretado en los tribunales provinciales rosarinos es el 648/84 y comenzó el mismo día del hecho, el 8 de octubre de 1984. Hasta julio de 1996, tenía cuatro cuerpos y se encontraba en el juzgado de Instrucción de la 13ª Nominación, a cargo del doctor Barbero. La causa está caratulada como «Robo calificado, privación de la libertad y sustracción de documentos». El juez original fue el doctor Ernesto Martín Navarro.
El doctor Francisco Martínez Fermoselle había iniciado, como juez de Instrucción de la 10ª Nominación, una investigación sobre los implicados civiles durante la dictadura y que revestían, en la mayoría de los casos, como informantes de los servicios de inteligencia, fundamentalmente, del Ejército Argentino.
Los datos habían aparecido a través del relato de los sobrevivientes de los campos de concentración del Servicio de Informaciones, el Batallón 121, la Fábrica de Armas «Domingo Matheu», La Calamita, La Quinta de Funes, los albergues de Acindar, La Intermedia y la escuela Magnasco.
En total se robaron 150 sumarios, máquinas fotográficas y otros elementos. Pero no solamente se robó el edificio de tribunales, sino la casa de Dorrego 1638, donde se habían encontrado agendas con los nombres de colaboradores, identidades de los servicios civiles y carpetas donde figuraban el cuadro de situación y otros datos de diferentes empresas vinculadas con la represión. El encargado de llevar adelante la investigación fue el Inspector Mayor Alberto Pablo Gianola, uno de los hombres que había pertenecido a la patota de Agustín Feced, el temible jefe de la policía rosarina durante el terrorismo de estado.
Hasta tal punto se siguieron pistas cada vez más lejanas al poder económico y militar santafesinos que se terminó tomando declaración al ex presidente de la Nación, Arturo Frondizi. El robo de los tribunales rosarinos se dio en el marco de la transición democrática.
Aquel robo, impune hasta el presente, fue el origen de otras tantas impunidades en estos cuarenta años de democracia.